En consecuencia, la pobreza subió un 3%, afectando a 1.300.000 personas más, en tanto que la indigencia se expandió 36%, involucrando a 1.800.000 personas más.
Lo expuesto no niega el crecimiento, solo indica que no puso en cuestión los rasgos de concentración y desigualdad de la reestructuración económica de los últimos 30 años.
Así, la evolución de la facturación de las primeras 200 firmas comparada con el crecimiento del PBI indica la concentración de la economía, es decir la contracara de lo expuesto antes. Estas 200 firmas representaban el 31,6% en 1997, el 51,3% en 2005 y el 56% en 2007. En consecuencia, la desigualdad entre el 10% más rico y el 10% más pobre saltó de 22 a 28 veces en 10 años.
Es verdad que, comparadas con las magnitudes que la pobreza alcanzó en la crisis (2002), el crecimiento posibilitó su reducción. Sin embargo, este efecto positivo desaparece a partir de 2007, cuando los límites que la concentración le pone al proceso de inversión y el impacto que esto produce en términos de menor creación de empleo e inflación, comienzan a afectar el poder adquisitivo. En lugar de revisar lo que acontecía, la opción asumida fue la manipulación de las estadísticas.
Resultado 1: el 33,5% de la población está en la pobreza y el 15,2%, en la indigencia a fin de 2008.
Resultado 2: el Gobierno perdió las elecciones.
Este panorama irrumpe con el rostro de 6,5 millones de pibes pobres y 3,5 millones de chicos hambrientos. Situación que contrasta con la posibilidad de poner una asignación universal por hijo de $ 300 y garantizar la eliminación del hambre. Hablamos de invertir 2,2% del PBI o 15,3% de las reservas del Banco Central.
La solución es hoy, y el diálogo social cobraría sentido si su objetivo fuera garantizar un Bicentenario sin hambre, ordenando el resto de nuestras políticas en función de esa decisión.
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