viernes, 27 de junio de 2008
Comparaciones odiosas
Javier Lindenboim, investigador del CONICET, nos remite esta nota que publicara en Crítica de la Argentina (www.criticadigital.com.ar) el 21/06/2008 --------
Cuando la tasa de desocupación alcanzó por primera vez los dos dígitos (hacia fines de 1993) el porcentaje de hogares bajo la línea de la pobreza era del 14%, aproximadamente.
Luego de casi quince años, el desempleo (que había superado el 20% en medio de la crisis del fin de la convertibilidad) descendió por debajo del 10 por ciento. Sin embargo, el porcentaje de familias en condición desfavorable por ingresos está por encima del veinte.
La manipulación de la información sobre la variación de los precios minoristas se ha venido extendiendo sobre distintos indicadores que elabora el organismo rector de las estadísticas del país: el INDEC. Ese dato (el Índice de Precios al Consumidor, IPC) es esencial para determinar –con el criterio habitual– el número de personas o de hogares que revistan en situación de pobreza o indigencia. Al subestimar el IPC, se esconde una porción de las familias que no alcanzan con sus ingresos a adquirir la canasta y, por ende, el porcentaje de pobres resulta erróneamente disminuido.
En esta situación, el porcentaje oficial de pobres ronda el 20% mientras que estimaciones que procuran salvar la distorsión producida por el gobierno lo estiman entre el 25 y el 30 por ciento. En cualquier caso, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que hoy tenemos aproximadamente la misma proporción de desocupados dentro de la población activa pero un porcentaje de pobres que puede duplicar el valor de entonces.
Lo que podría creerse que es un contrasentido no lo es en absoluto. Durante la década de los noventa, el crecimiento de la pobreza fue simultáneo con el del desempleo. Es indudable que el crecimiento de la desocupación acentúa notablemente la mala distribución de los ingresos y eleva la pobreza. De allí que no pocas personas llegaran a estar convencidas de que la desaparición de los altos niveles de desempleo traería como consecuencia "natural" una baja similar en los niveles de pobreza.
Pero aquí aparece uno de los aspectos centrales dentro de las relaciones socioeconómicas en el capitalismo: tener trabajo y ser pobre no van, necesariamente, por senderos separados.
La política económica posconvertibilidad estuvo cifrada en el dinamismo que recuperó el mercado de trabajo. No sólo eso. Una parte quizás mayoritaria de los nuevos puestos de trabajo asalariado de estos años lo fueron en condiciones que deberían ser normales: protegidos por las normas vigentes (sin embargo, es tan grande el volumen del empleo precario que su peso en el conjunto apenas disminuyó). El año último –más allá de los falseamientos estadísticos oficiales– hubo dos fenómenos simultáneos: por un lado, el aumento del empleo fue muchísimo menor al de los años previos y, por el otro, dejó de mejorar el salario real.
Ésta es parte de la explicación de por qué habiendo vuelto el nivel del desempleo a los valores previos a la "crisis del Tequila" tenemos porcentajes de pobreza muy superiores a ese momento. El proceso de los años recientes significó que en cada hogar volvió a subir el número de miembros con empleo. Y la mejora relativa se debió mucho más a eso que al mejoramiento de la capacidad de compra del ingreso de cada uno. De allí que ahora, al atemperarse la mejoría del elemento motorizador (el empleo) y detenerse o desaparecer la mejora del salario real, entramos en una etapa preocupante.
Se deduce que el sendero por el que transitamos no es precisamente beneficioso para el sector del trabajo que –mayoritariamente– coincide con el de los que menos tienen. La tarea por delante no es pequeña y requiere de acciones redistributivas pero, en primer lugar, de otras dirigidas a intervenir en el reparto o distribución primaria. Y eso, pese a no estar muy a la vista, se encuentra en el centro mismo de la cuestión.
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