miércoles, 24 de febrero de 2010

Se puede


Desde el retorno de la democracia en diciembre de 1983 -o quizás desde antes, cuando en plena dictadura algunos sectores políticos “progresistas” propugnaban la confluencia cívico-militar como una salida viable al marasmo del terrorismo de Estado- se verifica en el seno de la militancia la existencia de un debate inconcluso signado por el posibilismo. 

La cultura de la resignación conduce inexorablemente a optar por el mal menor. Se trata de una elaboración teórica basada en un pragmatismo a ultranza que sobrevive esgrimiendo la mediocridad del latiguillo “no se puede”. 

Esta idea de no hacer olas surge del sofisma que define a la política como “el arte de lo posible” para restarle cualquier posibilidad de rebeldía transformadora a la acción política de masas. Cada vez que irrumpió el pueblo derrapó el orden oligárquico-imperial. 

El “progresismo” argentino está impregnado hasta el tuétano por la ideología del posibilismo. De acuerdo con ese relato, confirmado el derrumbe del Muro de Berlín, la hecatombe perpetrada por el “Menemismo” -que profundizó el modelo neoliberal bajo el poncho de la identidad peronista-, y la supremacía manifiesta del imperialismo norteamericano, la realidad sólo puede ser modificada en dosis homeopáticas, so pena de provocar la ira del poder y, con ello, desbaratar cualquier intento aunque más no sea tibiamente reformista. 

Terminan siendo cancerberos de la participación popular al promover la inacción social con el argumento de no asfaltar el camino al conservadurismo. Una encuesta publicada por el diario Página/12, indica que a 26 años del retorno democrático hoy prevalece una imagen negativa sobre el sistema y sus instituciones. La imagen positiva de la democracia en la actualidad se reduce al 36 por ciento de los argentinos. Sin embargo, esta valoración es muy superior a dos de las instituciones sobre la que se sostiene la división de poderes: la Justicia y el Congreso Nacional. Estas sólo tienen un 15 por ciento de imagen positiva cada una. Los datos surgen de un trabajo realizado por la consultora Pulso Social Investigación en la última semana de noviembre de 2009 en base a una muestra de 925 casos en todo el país. 

Allí, la valoración de la democracia como idea triplica la valoración sobre los partidos políticos, y septuplica a los políticos en sí. Los políticos, obteniendo sólo un 5 por ciento de imagen positiva, son el reflejo de una crisis sobre la capacidad de la clase dirigente para liderar el proceso actual y pone en cuestión la credibilidad del sistema. 

La actuación tanto de la Justicia como del Congreso y los partidos es desaprobada por más de la mitad de los entrevistados. Esta imagen pesimista en cuanto a su actuación en el marco institucional llega a su extremo en la evaluación de los políticos que son vistos en forma negativa por siete de cada diez argentinos y sólo un 5 por ciento los ve positivamente. Casi seis de cada diez argentinos tienen una imagen negativa de los partidos políticos, y apenas en uno de cada 10 es positiva. 

El dato más relevante es que la percepción indiferente de la democracia se profundiza en la franja que va de los 18 a los 30 años, donde el 44 por ciento se expresa de esta forma. La mayoría de los jóvenes no acepta el destino de frustración que le tiene reservado a los “representados” esta democracia obediente, donde el doble discurso de los “representantes” es el pan nuestro de cada día. 

Las cifras hablan por sí solas y refrendan la profundidad de la crisis de representación política que irrumpiera ataviada de pueblada en diciembre de 2001. Lo que está en tela de juicio es el apotegma de la democracia liberal según el cual “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. El gran desafío de la militancia aparece en la paradoja de coexistir con el más inhumano de los sistemas posibles mientras se lo demuele en pro de un orden más justo. La experiencia de los países de la Alianza Bolivariana Para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) es aleccionadora respecto al proceso de unidad indispensable para enfrentar de conjunto los desafíos del presente y del futuro. 

En esta etapa de transición de una etapa de defensiva estratégica a otra de ofensiva popular la disyuntiva es de hierro: O nos hacemos cargo de construir una nueva experiencia política de poder popular desde la centralidad y autonomía de la clase trabajadora, o seguimos delegando esa responsabilidad en otros, en terceros, en los “representantes”. He allí el nudo del debate en curso. 

Mantener la gobernabilidad del sistema abonando el discurso posibilista implica consentir –por acción u omisión- la perdurabilidad de la desigualdad social y la entrega del patrimonio nacional. 

Se puede avanzar en el proyecto de una Nueva Argentina que se exprese en una justa distribución de la riqueza, soberanía sobre nuestros bienes naturales, democracia participativa e integración latinoamericana.


Después de todo, la resignación no hace historia. 

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